
El Estado, el Leviatán de Hobbes, impone la racionalidad a nivel social. Tal vez sea necesario, pero nos asfixia. Inventamos sistemas para burlarlo, como los bitcoins, y responde reforzando aún más la presión sobre los ciudadanos. El sistema de control tecnológico diseñado por los dirigentes chinos, ese Gran Hermano con el que parece que pretendan implementar la distopía de Orwell en todos sus detalles, es un ejemplo de ello.
Una de caracoles
Una tarde de verano salimos a buscar caracoles después de la lluvia. Llenamos una cesta y lo pasamos muy bien. Yo era un niño, y me empeñé en encargarme de la cesta. Al llegar a casa la dejé en algún lugar, no recuerdo dónde. Creo que en un balcón. Luego me olvidé. Al cabo de un rato pensé en ellos y fui a vigilarlos. Me encontré que todos estaba intentado escaparse. En la cesta ya quedaban pocos. La mayoría huían por el suelo, subían por las paredes, se dispersaban en todas direcciones.
Me sobresalté. Los habíamos encontrado entre todos, yo me había hecho responsable de ellos y ahora los estábamos perdiendo por mi culpa. Me lancé a recogerlos, nervioso. Tiré al fondo de la cesta los que habían llegado al borde y luego fui devolviendo los que ya habían escapado.
Los caracoles son muy lentos, pero yo debía serlo aún más. O es que ellos estaban más nerviosos que yo y conseguían moverse muy rápido. El caso es que cada vez que me volvía hacia la cesta a echar los que acababa de recoger, veía que todos estaban intentado escapar otra vez. Pensé que mi trabajo no servía de nada, porque mientras yo estaba pendiente de unos, los otros huían, y cuando alcanzaba a los fugitivos, los primeros habían vuelto a escapar.
Cuando más tarde conocí el mito de Sísifo, pensé que aquella tarde de los caracoles yo me sentía como se debió sentir él. A él le condenaron a subir hasta la cima de una montaña una gran roca, que inevitablemente rodaba ladera abajo cada vez que creía haber concluido su tarea. Se veía obligado a repetir la operación una y otra vez, por siempre, y siempre en vano. Yo, por mi parte, me autocondené a recoger unos caracoles que eran más rápidos huyendo que yo alcanzándolos. Lo de Sísifo era trágico, y ha sido visto como una metáfora del destino del ser humano. Lo mío, en cambio, era cómico, porque los caracoles son muy lentos. Pero yo era un niño. Y un poco torpe, supongo.

Bitcoins contra Leviatán
La razón se esfuerza por controlar los impulsos, pero éstos pugnan continuamente por escapar del control. Como los caracoles de la cesta. Y mientras la razón se entretiene en mantener a raya a los transgresores, otros aprovechan para escapar. La razón sería yo, de niño. Y es tan torpe con los impulsos como lo era yo con los caracoles.
A nivel social hemos creado el Estado para controlar la convivencia. Le hemos dado el poder, como al Leviatán de Hobbes. Leviatán era un monstruo de poder descomunal que aparece en la Biblia, y para Hobbes es la imagen del Estado, porque hace falta un poder descomunal para contener los impulsos egoístas de los humanos. Y es que el filósofo inglés no se hacía ilusiones sobre nuestra naturaleza. La frase por la que todo el mundo lo recuerda, “El hombre es un lobo para el hombre”, ya lo dice todo. Solo alguien más fuerte que un lobo, alguien como Leviatán, puede poner orden. En mi caso el Leviatán fue mi hermano mayor, al que finalmente recurrí, y que sometió a los pobres gasterópodos en un abrir y cerrar de ojos.
Los bitcoins serían unos caracoles astutos. Las criptomonedas se han inventado para escapar del control de los bancos, de las instituciones financieras, y también del Estado. Todo el mundo, menos los banqueros, se alegra de que haya una manera de manejar el dinero que deje los bancos al margen. Algunos también pueden alegrarse de que se esquiven las instituciones financieras, porque sienten que éstas restringen excesivamente la libertad de cada uno para manejar su dinero como quiera. Y lo mismo podría decirse con respecto al Estado. Las transacciones en bitcoins son estrictamente entre particulares, y nadie se entera de que se producen. Por ello el estado, que puede controlar los bancos y las instituciones financieras, se queda al margen. Y por tanto no puede cobrar impuestos ni establecer regulaciones.
Parece que el bitcoin representa el triunfo de la libertad individual en el terreno financiero. Leviatán ha sido burlado, la racionalidad ha perdido el control del asunto. Pero no es bueno que la racionalidad pierda el control. Las instituciones financieras, como pueden ser los bancos centrales, proporcionan una cierta seguridad a nuestros ahorros. Si los guardamos en un banco, contribuimos a alimentar a las sanguijuelas financieras, pero tenemos la garantía de que si el banco desaparece de un día para otro, nuestro dinero no lo hará. Si los tenemos en bitcoins… en caso de pérdida nadie nos va a resarcir de nada. Y con respecto al Estado y el fisco, la reflexión sobre los impuestos siempre es la misma: a nadie le gusta pagarlos, pero a todo el mundo le gusta que el Estado preste los servicios que financia gracias a los impuestos. Si todos operásemos en bitcoins, ¿quién pagaría la sanidad pública o las carreteras?
A esto podemos añadir que gracias a los bitcoins escapan de la cesta algunos caracoles que todos quisiéramos ver bajo control: traficantes de armas o drogas, delincuentes en general, terroristas… El anonimato y la opacidad de los bitcoins facilita sus operaciones, y también el blanqueo de dinero y la evasión fiscal. Porque los caracoles utilizamos cualquier agujero que deje el Estado para escapar de él, cualquier agujero que alguien abra, al margen de sus intenciones. Bitcoins, descargas de música, taxis sin licencia: si vemos el agujero, allá vamos. Y es que el Estado es como la razón. De hecho es la plasmación de la razón a nivel social: lo necesitamos pero nos amarga la vida, y lo burlamos en cuanto tenemos ocasión.
¿Para qué necesitamos al Estado? Para controlar que los caracoles malos no se escapen de la cesta, y para que los caracoles traviesos no se alejen demasiado. Pero lo que no necesitamos es que construya una cesta tan hermética que sea imposible escapar de ella, al precio de que también sea imposible respirar dentro de ella.



La respuesta del Leviatán: el Gran Hermano chino
Precisamente eso es lo que parece que hayan pretendido los dirigentes chinos. Eso y dar la razón a Orwell, que en su famosa distopía «1984» imaginó lo que ahora está a punto de existir: un sistema de control absoluto por parte del Estado. Un Leviatán de una eficacia tal que Hobbes no podría haber soñado.
El Gran Hermano chino, ese sistema que controlará una gran cantidad de aspectos de la vida de los ciudadanos y los premiará o castigará en función de su comportamiento, es un sueño de la razón. Que produce monstruos, como Goya nos hizo ver.
Es un sueño en el sentido goyesco de que es una pesadilla, un delirio, el resultado de un mal funcionamiento de algo que debería ser utilizado de otra manera. Pero también es un sueño en el sentido de que es un anhelo, un desiderátum, un objetivo final. Un sueño húmedo, vaya. ¿De qué se trata, de controlar? Pues ponemos toda la carne en el asador, toda la tecnología al servicio del control. Es justo premiar a los buenos y castigar a los malos, ¿no? Pues para eso habrá que saber quiénes son buenos y quiénes son malos. Y no sólo cuando ellos sepan que los estamos observando, no solo cuando crean que pueden ser castigados. Siempre.
Platón hace decir a Critias que un gobernante antiguo inventó el temor a los dioses, a fin evitar que los hombres cometiesen a escondidas los crímenes que no se atrevía a cometer abiertamente por miedo a las leyes y al castigo. Éste fue el primer Gran Hermano: la divinidad, que está en todas partes, que todo lo ve y que premia a los buenos y castiga a los malos. En la actualidad aquel sistema de control social, otrora tan eficaz, es bastante inútil, y otro gobernante, chino, en este caso, ha inventado el sistema de control tecnológico.
Lo grave, ya digo, es que no podemos considerarlo como el delirio febril de una razón enferma, sino como la consecuencia lógica de perseguir eficazmente, racionalmente, objetivos con los que todos estamos de acuerdo. A nivel social la ausencia de razón, es decir, del Estado, nos deja en la ley de la selva, comportándonos como lobos los unos con los otros. Una presencia imperfecta de la razón, que no sea capaz de controlar aspectos como los bitcoins, nos permite vivir mejor, y nos deja la satisfacción de burlarla de vez en cuando, pero también abre la puerta a nuevos riesgos. Aunque esta imperfección es tal vez lo mejor a que podemos aspirar, porque si dejamos que la razón siga su proceso natural, que alcance su máxima perfección, no podremos hacer nada por compensar sus inevitables excesos, y nos llevará a lugares tan poco atractivos como este Gran Hermano chino.
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